Lejos de todos los rótulos y presuntas virtudes, aquí en Castelar, la avenida Rivadavia agoniza en soledad, sin herederos que reclamen derechos ni poetas que le escriban.
Es en el sur de la ciudad. Apenas seis cuadras antes de su ocaso –allá por Ituzaingó– donde su nombre se extingue para siempre.
Nadie daría dos mangos por este tramo e incluso, perderían la guita en apuestas. Ignorada por los feligreses que se van hasta Luján por fe.
El progreso no le dio la espalda, edificó tres torres y se llevó para siempre sus árboles.
En toda su extensión, las vías atestiguan su moderada clandestinidad. Las últimas casas ferroviarias, los talleres y las oficinas de un ferrocarril que descarrila cada día.
Vagones que amasan olvidos y trenes que aguardan destinos.
Los galpones grises no se resisten a la enredadera y a la soledad que se ensaña con el paisaje.
Sus cristales esperan más pedradas aún.
Hay casas abandonadas y alguna a la venta.
Una furgoneta se oxida inevitable. Dos camiones de algún corralón pasan ahí sus noches.
Palos borrachos embriagan la avenida que a esta altura vomita rencores y despecho. Quizá por ese mandato, se le dio por echarse al abandono.
Más allá de la vía -del lado norte- se asoman más torres pero la relegan como al pasado.
Los pocos coches que recorren su única mano bostezan en la tarde de domingo.
Manal le cantó en Avenida Rivadavia pero nada tenía que ver este trecho de olvido y quietud. Es que nada tiene que ver con una avenida esta calle del sur, donde el tiempo languidece.
El atardecer es una tristeza que retumba como el quejido del Sarmiento. El humo espeso nunca será nube ni la seca infinita.
La última cuadra es de tierra y puede que la única en su recorrido infatigable. Acaso la casualidad no sea tal.
Los desamorados se consuelan en la esquina de Rivadavia y Revoredo