“En todo caso, había un solo túnel…”
Crónica de la parte honda de la ciudad.
Un día cualunque, temprano, el tipo enciende ese pucho nocivo de la rutina y apura el paso a la estación, casi desolada, sin perros que le ladren. Apenas advierte al panadero, que insiste en madrugar, y Tarzán que abre antes que cante el gallo.
Saca boleto a la nada y repasa el paisaje cotidiano. Los diarios que vende Sergio no requieren pregón, las gentes ya junan las mentiras de los matutinos.
El tipo entonces se entrega a las fauces del túnel. Once escalones, el descanso, otros once escalones; los sabe de memoria. Atrás queda la ciudad febril.
Tenue luz, mugre que evade el cesto; del andén baja un ejército de albañiles, cansados de edificar sueños ajenos. El tipo los mide con lo que le queda de resignación.
Repara en los azulejos del túnel como si los viese por primera vez. De un tiempo lejano, un tanto roñosos pero elegantes.
Oye pasos presurosos que suben y bajan repetidamente -sin fin- y a la anciana que mendiga moneditas desde un escalón como un gerente de banco desde su escritorio.
Le gustaría cruzarse a un amigo que le alegre la jornada y recuerda que allá lejos, su amigo, el del primer grado, extraña en otro idioma.
Piensa que allí, por el túnel, norte y sur se besan bajo tierra para que nadie los vea; son la misma ciudad aunque las vías del ferrocarril se empeñen en separarla.
De repente, un violinista perfuma de música el día y quien lo acompaña canta plegaria para un niño dormido; el tipo la tararea también y el tren -en vano- intenta interrumpir aquello.
Rememora cuando ese sitio olía a orines de trasnochados ó cuando los muchachones dirimían ahí mismo algún pleito.
El lamento de la calle es un susurro, el sol escasamente se arrastra por la escalera y recita los versos del otoño, incomprendido por muchos; no así por el tipo que contempla el pulso de su barrio ahí abajo.
Perdió la cuenta de los trenes que perdió. Los rostros de los que se iban a trabajar tenían la misma expresión.
Por su bolsillo roto se desparramaba la mañana. Tomó coraje y se marchó al trocen , donde sus compromisos mandan.
Cuando volvió lo esperaba naranjo en flor, dejó dos mangos arrugados en el estuche del violín y esquivó a las gentes. Se acomodó la bufanda antes de subir los 22 escalones. El de las garrapiñadas cerraba el enésimo paquete. Rompió el boleto, dejó un pedazo de vida y se marchó para regresar.
El tipo siempre está regresando.
Fotografía: Carina Felice.